Ricardo Gómez: “La mística de Vulcano se la entregan sus voluntarios”Vulcano Ultra Trail 2016

Race Report Vulcano Ultra Trail 100 Km

 

Hace unos días volví a correr los 100 kilómetros de Vulcano. Eso de “volver” no aplica mucho, ya que este año fue una carrera completamente distinta a la versión anterior cuando el sol y el calor fueron los protagonistas. Esta vez sería la lluvia, el viento y el frío los acompañantes de toda la carrera. Todos los corredores lo supimos desde un principio, incluso antes de viajar a Puerto Varas. Los pronósticos del tiempo amenazaban con tormenta y cada una de las amenazas se cumplió desde la partida a la llegada.

 

La aventura comenzó el día viernes en la charla técnica donde tras advertir sobre el clima y las dificultades que ello provocaría, se informó que el circuito sería reducido, sacando los puntos de mayor altitud. Reconozco que la idea no me gustó mucho, pero era imposible no estar de acuerdo dado el pronóstico del tiempo. Además se nos informó de 3 puntos de dropbag en los que dejar ropa seca y todo cuanto uno necesitara, de lo cual hice uso y abuso, llenando cada una de las tres bolsas de calcetines, poleras, zapatillas, guantes y mucha, mucha comida (si no fuera porque corro, definitivamente rodaría). Mi idea de dejar bolsas abundantes en los puntos fue fundamental. Ahora me doy cuenta que de no haber sido por esos dropbags me habría retirado en el primer punto, definitivamente la estrategia de carrera tiene su esencia antes de correrla y este fue un caso notable de ello.

 

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Una carrera estratégica

 

Ya en el lugar de largada, cuando el pulso se acelera y las dudas se mezclan con la ansiedad, decidí correr con pantalón corto, polera delgada y cortaviento, idea que mi padre criticó hasta que le mostré el contenido de mi no pequeña mochila en la que eché en bolsas selladas calzas, dos poleras, guantes, calcetines, vaselina, linterna extra, manta térmica, generadores de calor y (otra vez) mucha comida, lo que sumado al agua, hacían que llevara un par de kilos que contrastaban mucho con las pequeñas mochilas de otros corredores (asunto que no me dejo de preguntar con preocupación).

 

Cuenta regresiva, música, gritos y la adrenalina que justifica cada minuto del viaje hasta el Parque que los más de cien corredores esperábamos recorrer. Segundos antes de largar una ráfaga de viento hizo que la lluvia nos golpeara y todos gritamos: era un presagio de lo que vendría.

 

Ya en carrera la visibilidad era muy poca. En la oscuridad de la noche, la linterna reflejaba las gotas brillantes de la tupida lluvia que impedían mirar más allá de unos metros, obligando a bajar el ritmo de marcha y a ocupar todos los sentidos buscando marcas.

 

En el primer abastecimiento varios corredores preguntaban si alguien llevaba calcetines, pues la abrasión de la arena los rompía y dejaba los dedos al descubierto provocando heridas y ampollas. Di los que llevaba a un corredor argentino. Tomé sopa y continué la marcha, la carrera se veía compleja habían pasado apenas una decena de kilómetros y ya pensaba que tendría que retirarme más adelante, pues el frío, la lluvia y la arena eran obstáculos muy complejos a los que ni siquiera podría hacer frente armado con mi mochila llena de cosas.

 

El clima no dio tregua

 

A las horas en medio de la noche, encontré un corredor que venía en otro sentido, me dijo que hace rato no veía marcas. Empezamos a buscar y posiblemente varias de ellas se habían volado por el fuerte viento (de ráfagas de más 50 kilómetros según me enteré luego) lo que hacía complejo hallar la ruta correcta. De a poco fueron llegando más corredores, muchos de ellos se frustraban de inmediato y a regañadientes todos buscábamos ruta, finalmente y tras unos 10 ó más minutos, encontramos la ruta. Ese punto podría haber hecho una grave diferencia: repartirnos para buscar marcas, no bajar el ritmo de marcha para evitar el frío, o decaer. Afortunadamente los corredores cercanos y yo hicimos lo primero y tuvimos la fortuna de reencontrar el sendero.

 

Tras unas horas logré llegar al primer punto de recambio: Teski. De inmediato se acercó una voluntaria que me preguntó si quería sopa, tallarines, café, chocolate caliente y té. Le pedí mi bolsa y sopa. Ahí dimensioné recién lo que estaba pasando. Decenas de corredores tiritando, diciendo que no continuarían, que era arriesgado. Yo tenía energías así que quería continuar, pero la comodidad del punto, el ambiente calefaccionado y la abundante comida (otra vez comida), me tentaban fuertemente a quedarme ahí descansando, durmiendo.

 

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Mis polainas eran un asco, la lluvia las había desarmado y de nada servían. Mis calcetines estaban rotos dejando escapar mis dedos por sendos agujeros que la arena había hecho. Ahí tenía el motivo para retirarme, hasta que un amigo se acerca y me ofrece sus polainas. Él ya no iba a seguir, pues se había golpeado un pie muy fuerte. En esos momentos recibir un préstamo así es como un empujón anímico que dura horas y horas. Mi amigo me había pasado sus polainas, a cambio yo mínimo debía cruzar la meta con ellas, me reiteré ese mandamiento innumerables veces en la carrera. Las polainas fueron mucho más que eso, fueron una motivación a seguir.

 

Gritar para iluminar el camino

 

Tras comer y calzarme las polainas nuevas, salí de Teski y me abrazó un frío como pocas veces he sentido en mi vida. No fue tanto por los grados que hubiera, sino por la inmensa diferencia entre un lugar calefaccionado y la intemperie de viento y lluvia. Tiritaba entero, los dientes me castañeteaban y todo de mí gritaba para que me devolviera a Teski, así que grité de vuelta más fuerte y entre grito y grito apuré el paso para entrar en calor. En eso estaba cuando el amanecer iluminó el cielo y algo ayudó a la visibilidad, pues la lluvia ya no se reflejaba en la luz de la linterna, pero entraba igual en los ojos y oídos (y ciertamente por todas partes).

 

No me di cuenta cuando el escenario cambió y la arena fue reemplazada por charcos y barro. Correr era entonces imposible, así que empecé a disfrutar de chapotear en el agua y del constante esfuerzo por recuperar mis zapatillas del barro que me las atrapaba. En ese esfuerzo pasaron horas y kilómetros y fui avanzando cada vez más cansado, pero feliz cada vez que ingresaba a algún bosque y el viento hacía que las hojas tiraran el agua acumulada en verdaderos chorros. Las inmensas hojas de nalca se habían transformado en tinas que se vertían cada vez que soplaba viento y uno bajo ellas, no tenía más que aguantar el chaparrón.

 

Vacunos y caballos fueron apareciendo constantemente en el paisaje y así los kilómetros siguieron pasando.

 

En cada puesto de abastecimiento tomé sopa caliente y comí bastante. Si hay algo que destacar de la carrera es el ánimo de los voluntarios: siempre apoyando, atendiendo, preguntando, sonriendo. Eso le entrega una mística especial al circuito a la vez que hace que uno no quiera irse de los puntos de abastecimiento.

 

Haciendo lo que más me gusta

 

Ya hacia el final, el tramo llamado Desolación nos entregó unos claros de sol que permitieron por primera vez en la carrera, y luego de más de 18 horas, ver el imponente volcán Osorno. Me fue imposible no detenerme a observarlo y llorar no sé por qué motivo. Pienso que se debe a lo diminuto que es uno frente a tanta inmensidad. El incentivo ahí se hace inmenso y los pies comienzan solos a correr enterrados en la arena camino a la meta, al abrazo de los seres amados que esperan, a la alegría del descanso y (como siempre) la comida.

 

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Al ver la meta a la distancia, tras más de 22 horas, aún me quedaba energía para correr así que lo hice, con todo lo que tenía crucé la meta y salté, grité, abracé a mi padre que me esperaba y corrió conmigo los últimos metros, abracé a amigos que viajaron de Osorno a esperarme y cuya presencia me hizo agradecer todo lo vivido.

 

Al día siguiente mi papá corrió su propio desafío: los 21 kilómetros. Su relato como siempre está más dotado de bromas y chistes que de otra cosa, pues es de aquellos que se arroja al barro a propósito, con tal de estar sucio como un niño. En su caso la carrera fue completamente entretenida, dedicada a alentar a otros corredores y a caminar con tal de entrar en contacto con la naturaleza. Como último corredor en alcanzar la meta de su distancia fue recibido entre aplausos de todos los presentes que se sorprenden de ver a un “trailero” con tan poco fenotipo de tal. Pero en fin, mi padre también cruzó la meta y supo del barro, la lluvia y la arena.

 

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Sin duda esta versión de Vulcano fue diferente. El frío, la lluvia y el viento hicieron que fuera una carrera durísima. En lo personal pienso que queda por mejorar el sistema de marcaje que pudo haber ocasionado estragos aún más graves. Pienso también que desafortunadamente los corredores no estamos dando el ancho en cuanto al autocuidado, por lo que se requiere un sistema de fiscalización que asegure que todos llevemos los implementos requeridos de seguridad para la carrera y que además tengamos un mínimo de cosas en los dropbags. Al armar mi estrategia de carrera se hace urgente no sólo llevar lo mínimo, sino también portar elementos extra para apoyar a otro corredor si hallara a alguien que lo necesitara en la ruta y esa es una costumbre tristemente poco arraigada. Quedan intactas las virtudes de la mística de los voluntarios, la abundante comida y el calor humano y ambiental de cada puesto de abastecimiento, la belleza del paisaje y la dificultad del barro y la arena con la que sin duda soñaremos por harto tiempo quienes estuvimos ahí (no sé si en sueño o pesadilla, pero de cualquier modo ¡vaya que sí lo recordaremos!).

 

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Ricardo Gómez

 

Fecha de la carrera: Sábado 10 de diciembre de 2016

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